Pablo escribe a los cristianos de Roma: la esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu santo que se nos ha dado. Así es queridos hermanos que compartís conmigo el ministerio ordenado: obispos, presbíteros diáconos. El amor ha sido derramado en nosotros dando forma en nuestro corazón en la caridad pastoral ofrezcamos al pueblo santo de Dios: la Palabra, la misericordia y el Pan partido. El amor de Dios ha sido derramado en nosotros sobre nosotros, queridos hermanos, hermanos jóvenes del pueblo santo de Dios que camina en España, en Iglesias particulares o diócesis y en tantas y tantas realidad comunitarias, apostólicas, que nos sirven para acoger este amor. La esperanza no defrauda porque el amor de Dios derramado en nuestros corazones ha puesto en vuestras vidas un vestido de alabanza, un vestido de alabanza que hace posible que vivamos para alabanza de la gloria de Dios, renunciando a la vana gloria. Se nos ha dado además un perfume de alegría, para que llevemos esta alegría a los duelos y a las tinieblas de la existencia. Se nos ha ofrecido además una diadema, una diadema que muestra la alianza que el Señor ha sellado con nosotros, porque su amor misericordioso no tiene vuelta atrás.
Sí, hermanos, hemos sido bautizados con un vestido blanco. Hemos sido confirmados con un perfume de alegría. Participamos de la Eucaristía, alianza nueva y eterna para el perdón de los pecados. Somos cristianos, somos ungidos. El Cristo, el ungido, ha querido compartir con nosotros su misma unción, el mismo sello del Espíritu Santo.
Y así, ungidos cristianos, somos un pueblo, un pueblo que va progresivamente ensayando decir nosotros. Así, hemos venido de nuestras diócesis y hemos constituido un nosotros, un nosotros diocesano, desde el pequeño nosotros de la parroquia, del movimiento, de la asociación, de la comunidad. Un nosotros diocesano que hoy expresa un nosotros de la Iglesia en España.
Para disponernos así y mañana en la tarde, cuando ya comienza el domingo y en la Eucaristía solemnísima del domingo en la mañana, poder decir nosotros, la Iglesia, la Iglesia una santa, católica y apostólica. El Espíritu Santo nos permite decir nosotros, dejando que cada uno de nuestros yoes entre, se adentre en el nosotros de quienes nos reunimos para decir Padre Nuestro. Pero sólo un corazón ungido, sólo un corazón que lleva vestido de alabanza, perfume de alegría y diadema de alianza, de misericordia, puede vivir un nosotros permanentemente abiertos.
Porque hemos de reconocerlo, hermanos, hay nosotros que se cierran sobre sí mismos. También en la Iglesia, también en nuestras realidades comunitarias, a veces afirmamos con tanta fuerza el nosotros pequeño que nos olvidamos de abrirnos a un nosotros más grande. Y qué decir de la sociedad en la que vivimos que reivindica identidades fuertes en las que cada uno dice nosotros, buscando otros nosotros con quienes enfrentarse para poder afirmar el pequeño nosotros.
La Iglesia es una permanente escuela de ensanchar el nosotros, de abrir el nosotros, de abrir a una fraternidad que no brota de nuestros puños, sino del Espíritu Santo que nos ha ungido y nos permite decir Dios, Padre Nuestro, y nos permite decir Jesús eres el Señor. Y como pueblo, como pueblo que dice nosotros, queremos abrir esta fraternidad a la familia humana, a nuestros conciudadanos, a nuestros compañeros de estudio, de diversión, a vuestras propias familias, a los diversos lugares donde venimos, para ofrecer este nosotros que ayude a nuestros contemporáneos a abrir su corazón y poderse encontrar así con quien es la fuente del nosotros que se abre y abraza.
Queremos, amigos, sellar una alianza de esperanza. Queremos que este jubileo sea la oportunidad de ofrecer una alianza de esperanza a quien quiera escucharnos, a quien quiera compartir con nosotros algún tramo del camino. Queremos ofrecer la alegría del Evangelio y así dar testimonio en nuestras calles y plazas de la belleza de creer en Dios, dar testimonio de una comprensión de la persona, del cuerpo, de la sexualidad vinculada al amor y a la transmisión de la vida. Dar testimonio de una forma diferente de plantearnos la economía, la cultura, la política. Dar testimonio de una cercanía singularísima a los pobres, queriendo acoger en nuestra casa y en nuestro corazón a quienes están solos, a quienes sufren cualquier tipo de dolor, de sufrimiento, a quienes vienen de lejos, a quienes estando cerca de nuestras casas, nuestro corazón cerrado no descubre como un grito que nos está permanentemente llamando.
En estos días habéis confesado la fe confesando vuestros pecados. Ha sido emocionante ver esta mañana en el Circo Máximo a tantas y tantas personas como mendigos de la misericordia de Dios, como lo hemos vivido también en la peregrinación, en cada uno de nuestros encuentros. Hemos confesado que Jesucristo tiene fuerza y poder para perdonar nuestros pecados.
Ahora hace falta, hermanos, que seamos también confesores de la fe en la plaza pública. Porque si el Señor tiene fuerza y poder para perdonar los pecados en nuestro corazón, y así experimentamos la alegría del perdón, y se nos abren nuestros brazos, y nos reconciliamos y nos queremos, es importante que confesemos que el Señor tiene fuerza y poder para vencer a las estructuras de pecado, que tiene fuerza y poder para vencer al dragón que pasa continuamente su poder a las bestias de este mundo imperialista.
Confesemos nuestra fe, seamos testigos de la victoria de Jesucristo en medio de nuestras actividades cotidianas, y ofrezcamos esta victoria como gracia, como regalo, como don, no queriendo imponer de ninguna manera nuestra fe a nadie, sino regalando gratuitamente la alegría del Evangelio, el vestido blanco de alabanza, el perfume de alegrías, y también esta alianza nueva y eterna que como una diadema nos invita a participar permanentemente en la Eucaristía.
Volveremos a nuestros lugares de origen para seguir siendo peregrinos, porque esta es nuestra condición, y cada semana haremos un alto en el camino, en la peregrinación, en el domingo, para renovar nuestra unción para el Espíritu Santo, para adorar la presencia real de Jesús en la Eucaristía, para acumular su mismísimo cuerpo, y para ser enviados, enviados para anunciar la paz.
Por eso, amigos, os invito ahora a que gritéis conmigo para que el mundo nos oiga:
Jesús es el Señor
Somos la Iglesia
Jesús es el Señor.
Somos la Iglesia
Queremos la paz en el mundo, queremos la paz en el mundo, queremos la paz en el mundo, Haznos, Señor, instrumentos de tu paz
Somos peregrinos, hermanos, no somos turistas de un turismo espiritual, somos testigos del Evangelio, somos Iglesia en misión, somos sínodo. Bendito y alabado sea nuestro Señor Jesucristo, que en la fuerza del Espíritu Santo nos ha permitido participar en esta liturgia de alabanza.
